El lago
(Este fue mi primer texto, lo escribí hace más de diez años, sepan disculpar) ;)
EL LAGO
Atardecía. Recostada en un sillón observaba el cielo, de un celeste intenso y sin nubes; no había viento, no hacía frío ni calor, y el zumbido de las chicharras resonaba a lo lejos, dando una sensación de serenidad y quietud estival. Una tarde perfecta, intensa, demasiado bella para estar viéndola por una ventana, demasiado ideal para ser ignorada.
De pronto, notó que la perfección era arruinada insensiblemente por una moto que pasaba a toda velocidad, enseguida pudo oír también el televisor del vecino, que no parecía contentarse con oírlo él solo, después un auto, y luego alguien martillando, histerizando. Las chicharras se alejaron y sólo se escuchó el ruido mecánico de una ciudad apurada y artificial.
Entonces se le ocurrió ¿qué hacía ahí, en ese estúpido sillón, sin nada que hacer, desperdiciando una tarde como ésa?. Pensó en un parque soleado, tranquilo, con el pasto verde brillante, con un lago, con árboles y pájaros llenando el aire con sus trinos.
Pero algo le impedía moverse, como poderosos brazos que, saliendo del sillón, no le permitían levantarse. Conocía esa fuerza; sabía lo que era y decidió, una vez más, quitarle el disfraz.
Entrecerrando los ojos, pudo verse revolviendo en el ropero, vistiéndose y saliendo de la casa; una vez afuera, caminaría dos cuadras hasta la cochera y sacaría el auto.
Ya en medio de la calle, la asaltaría la primera pregunta: ¿A dónde voy? Se decidiría por un parque de las afueras y buscaría las calles para llegar.
A mitad de camino, la segunda pregunta, esa maldita pregunta que siempre arruinaba cualquier cosa espontánea que intentaba hacer, haría irrupción en su cerebro sin piedad: ¿Pero qué carajo estoy haciendo? La respuesta era simple: voy a un parque a despejarme. Sí, la respuesta era muy simple... demasiado simple, casi estúpida, decididamente ridícula.
Su cerebro práctico y programado ya no aceptaba esa clase de respuestas; pero se había vestido, había sacado el auto y ya estaba más cerca del parque que de su casa, de modo que, dando la vuelta y regresando, sólo conseguiría sentirse más tonta de lo que ya se estaba empezando a sentir; así que pisaría el acelerador e, intentando quitarse la molesta pregunta de la mente, seguiría adelante.
Finalmente encontraría el parque: pasto amarillento, árboles y un lago. Bajaría del auto y se dirigiría hacia el agua (porque a eso se suponía que había ido) e intentaría concentrarse en la belleza del paisaje.
Parada en la orilla, pudo ver pequeños círculos concéntricos en la serena superficie del lago, señal de que estaba habitado por mojarritas y otros pequeños peces (panzudos , palometas , viejitas... los nombres aún resonaban su memoria).
Entonces su mente se alejó velozmente en el tiempo, hasta diez, quince años atrás. Un simple trozo de sedal y un anzuelo hubieran sido suficientes para pasar la mejor tarde del mundo. Pudo sentir la gratificante sensación de arrojar el anzuelo al agua, la mirada expectante y, por fin, el corchito que se hundía, un rápido tirón y, milagrosamente, un pequeño pez plateado saltando sobre la tierra.
De pronto, una estridente voz infantil pareció dirigirse a ella:
-Señora, ¿no quiere unos pescaditos? es que en mi casa no me dejan tenerlos....
¿Señora? Miró fugazmente a su alrededor: a unos pocos pasos, una niña de diez u once años jugaba con un perro; un poco más lejos, dos niños corrían tras una pelota. Nadie más. Sí, ella era la señora, parada en el borde del lago, con la mirada fija en ninguna parte, fingiendo distraerse, fingiendo disfrutar viendo a otros divertirse.
¿Y qué importaba que esos otros fueran niños? ¿Acaso no fue hace tan poco tiempo que ella misma, con el pelo largo y desordenado, correteaba por ese mismo lugar? Aún no había olvidado cuánto solía compadecer a los mayores que, estáticos en algún asiento limpio, conversaban amodorrados sobre temas tan aburridos que ni siquiera merecían recordarse.
-No, querido, no puedo.
Sabía que no habría titubeado en aceptarlos y llevárselos, exultante de entusiasmo, hacía tan poco tiempo...
Hacía poco tiempo también, había descubierto que pescar en el lago ya no sólo no la divertía, sino que hasta le causaba repulsión ver el anzuelo clavado en la boca del pobre animalillo. Sus muñecas dejaron de tener vida y se convirtieron en pedazos de plástico inerte, y empezó a sentirse tonta persiguiendo a los gatos o buscando sapos entre los yuyos.
Durante algún tiempo, se había ocultado para jugar, temiendo ser descubierta y tomada por una niña pequeña. Hasta que un día vio que simplemente ya no le causaba el menor placer.
Todavía recordaba cómo había reemplazado sus juegos por púberes fantasías, durante tres o cuatro años de inocente adolescencia. Después, la nada. Vacío absoluto.
Su alma se había alejado de cualquier forma de auto gratificación, para caer en la áspera aridez de la obligación, del deber, del hacer todo con algún fin práctico y trascendente. Todo acto debía tener una plena justificación racional.
Algún tiempo después, había intentado volver a sentir, pero su mente se había atrofiado, había olvidado completamente cómo hacerlo.
Su pierna derecha le avisó de pronto a su cerebro, con un suave calambre, que ya había sido suficiente. Mecánicamente, le echó una preocupada ojeada a su reloj (aunque no tenía que llegar temprano a ninguna parte) y, levantando la vista, observó el lago: el agua se veía serena y brillante con la luz del crepúsculo, y el sol reflejaba sus últimos rayos dorados sobre las pequeñas olitas que, suavemente, se desplazaban hacia la orilla. Quiso embargarse con la sensación del paisaje, pero sólo lo logró a medias y, como ya no podía seguir ahí parada, volvió sobre sus pasos, subió al auto y se alejó.
Lentamente se incorporó de su sillón. El cielo se había tornado grisáceo y la habitación estaba en penumbras; todo empezaba a rodearse de la calma onírica del crepúsculo, con esa vaga sensación de paz y plenitud que llega naturalmente con el fin del día.
Automáticamente, se acercó a la pared, presionó un interruptor, y la luz artificial llenó la habitación de un solo golpe. La magia huyó despavorida pero, de todos modos, ella ni siquiera la había notado. Se dirigió a la cocina, puso la pava en el fuego y miró el reloj: las siete y diez de la tarde.
-Después de todo, menos mal que no se me dio por salir - pensó aliviada, y encendió el televisor.
NOFRET
EL LAGO
Atardecía. Recostada en un sillón observaba el cielo, de un celeste intenso y sin nubes; no había viento, no hacía frío ni calor, y el zumbido de las chicharras resonaba a lo lejos, dando una sensación de serenidad y quietud estival. Una tarde perfecta, intensa, demasiado bella para estar viéndola por una ventana, demasiado ideal para ser ignorada.
De pronto, notó que la perfección era arruinada insensiblemente por una moto que pasaba a toda velocidad, enseguida pudo oír también el televisor del vecino, que no parecía contentarse con oírlo él solo, después un auto, y luego alguien martillando, histerizando. Las chicharras se alejaron y sólo se escuchó el ruido mecánico de una ciudad apurada y artificial.
Entonces se le ocurrió ¿qué hacía ahí, en ese estúpido sillón, sin nada que hacer, desperdiciando una tarde como ésa?. Pensó en un parque soleado, tranquilo, con el pasto verde brillante, con un lago, con árboles y pájaros llenando el aire con sus trinos.
Pero algo le impedía moverse, como poderosos brazos que, saliendo del sillón, no le permitían levantarse. Conocía esa fuerza; sabía lo que era y decidió, una vez más, quitarle el disfraz.
Entrecerrando los ojos, pudo verse revolviendo en el ropero, vistiéndose y saliendo de la casa; una vez afuera, caminaría dos cuadras hasta la cochera y sacaría el auto.
Ya en medio de la calle, la asaltaría la primera pregunta: ¿A dónde voy? Se decidiría por un parque de las afueras y buscaría las calles para llegar.
A mitad de camino, la segunda pregunta, esa maldita pregunta que siempre arruinaba cualquier cosa espontánea que intentaba hacer, haría irrupción en su cerebro sin piedad: ¿Pero qué carajo estoy haciendo? La respuesta era simple: voy a un parque a despejarme. Sí, la respuesta era muy simple... demasiado simple, casi estúpida, decididamente ridícula.
Su cerebro práctico y programado ya no aceptaba esa clase de respuestas; pero se había vestido, había sacado el auto y ya estaba más cerca del parque que de su casa, de modo que, dando la vuelta y regresando, sólo conseguiría sentirse más tonta de lo que ya se estaba empezando a sentir; así que pisaría el acelerador e, intentando quitarse la molesta pregunta de la mente, seguiría adelante.
Finalmente encontraría el parque: pasto amarillento, árboles y un lago. Bajaría del auto y se dirigiría hacia el agua (porque a eso se suponía que había ido) e intentaría concentrarse en la belleza del paisaje.
Parada en la orilla, pudo ver pequeños círculos concéntricos en la serena superficie del lago, señal de que estaba habitado por mojarritas y otros pequeños peces (panzudos , palometas , viejitas... los nombres aún resonaban su memoria).
Entonces su mente se alejó velozmente en el tiempo, hasta diez, quince años atrás. Un simple trozo de sedal y un anzuelo hubieran sido suficientes para pasar la mejor tarde del mundo. Pudo sentir la gratificante sensación de arrojar el anzuelo al agua, la mirada expectante y, por fin, el corchito que se hundía, un rápido tirón y, milagrosamente, un pequeño pez plateado saltando sobre la tierra.
De pronto, una estridente voz infantil pareció dirigirse a ella:
-Señora, ¿no quiere unos pescaditos? es que en mi casa no me dejan tenerlos....
¿Señora? Miró fugazmente a su alrededor: a unos pocos pasos, una niña de diez u once años jugaba con un perro; un poco más lejos, dos niños corrían tras una pelota. Nadie más. Sí, ella era la señora, parada en el borde del lago, con la mirada fija en ninguna parte, fingiendo distraerse, fingiendo disfrutar viendo a otros divertirse.
¿Y qué importaba que esos otros fueran niños? ¿Acaso no fue hace tan poco tiempo que ella misma, con el pelo largo y desordenado, correteaba por ese mismo lugar? Aún no había olvidado cuánto solía compadecer a los mayores que, estáticos en algún asiento limpio, conversaban amodorrados sobre temas tan aburridos que ni siquiera merecían recordarse.
-No, querido, no puedo.
Sabía que no habría titubeado en aceptarlos y llevárselos, exultante de entusiasmo, hacía tan poco tiempo...
Hacía poco tiempo también, había descubierto que pescar en el lago ya no sólo no la divertía, sino que hasta le causaba repulsión ver el anzuelo clavado en la boca del pobre animalillo. Sus muñecas dejaron de tener vida y se convirtieron en pedazos de plástico inerte, y empezó a sentirse tonta persiguiendo a los gatos o buscando sapos entre los yuyos.
Durante algún tiempo, se había ocultado para jugar, temiendo ser descubierta y tomada por una niña pequeña. Hasta que un día vio que simplemente ya no le causaba el menor placer.
Todavía recordaba cómo había reemplazado sus juegos por púberes fantasías, durante tres o cuatro años de inocente adolescencia. Después, la nada. Vacío absoluto.
Su alma se había alejado de cualquier forma de auto gratificación, para caer en la áspera aridez de la obligación, del deber, del hacer todo con algún fin práctico y trascendente. Todo acto debía tener una plena justificación racional.
Algún tiempo después, había intentado volver a sentir, pero su mente se había atrofiado, había olvidado completamente cómo hacerlo.
Su pierna derecha le avisó de pronto a su cerebro, con un suave calambre, que ya había sido suficiente. Mecánicamente, le echó una preocupada ojeada a su reloj (aunque no tenía que llegar temprano a ninguna parte) y, levantando la vista, observó el lago: el agua se veía serena y brillante con la luz del crepúsculo, y el sol reflejaba sus últimos rayos dorados sobre las pequeñas olitas que, suavemente, se desplazaban hacia la orilla. Quiso embargarse con la sensación del paisaje, pero sólo lo logró a medias y, como ya no podía seguir ahí parada, volvió sobre sus pasos, subió al auto y se alejó.
Lentamente se incorporó de su sillón. El cielo se había tornado grisáceo y la habitación estaba en penumbras; todo empezaba a rodearse de la calma onírica del crepúsculo, con esa vaga sensación de paz y plenitud que llega naturalmente con el fin del día.
Automáticamente, se acercó a la pared, presionó un interruptor, y la luz artificial llenó la habitación de un solo golpe. La magia huyó despavorida pero, de todos modos, ella ni siquiera la había notado. Se dirigió a la cocina, puso la pava en el fuego y miró el reloj: las siete y diez de la tarde.
-Después de todo, menos mal que no se me dio por salir - pensó aliviada, y encendió el televisor.
NOFRET
7 comentarios
NOFRET -
Besos a las dos!
perseida -
(Saludos niño :P )
Sophie -
NOFRET -
Cuando escribí este texto, nunca creí que algún día alguien lo leería, es que ni existía internet. ¡Qué tiempos aquellos...! (más aburridos!) :P
Besos!
Octavia -
pokito -
Hola Sacamantecas, otro saludo pa´ti.
salud
(hala, y ahora a volver a hacer cuentas pa´lapruebalturing)
Sacamantecas -