café
Desde la vieja silla de madera puedo ver cómo la lluvia va encharcando, poco a poco, los numerosos hoyos que tiene el paseo central, huecos, casi inapreciables en seco, pero de disimulo imposible en mojado. El camarero sirve la leche, ni fría ni caliente, dentro de la taza de café que pedí nada más entrar. Una vez que ha llenado el recipiente, se queda para verme endulzar, con cinco sobres de azúcar, el tibio contenido de la taza, y como viene haciendo desde hace años, retorna hacia la barra del local murmurando palabras imposibles de entender, y moviendo la cabeza levemente en señal de desaprovación.
Aunque llueve, la luz que tiene la ciudad no se podría definir de tormenta, las nubes tienen pequeños rotos, por los que pasan los rayos de un sol que atardece sin fragilidad. Observo el brillo de la acera gracias a esa luz que acompaña al aguacero, es curioso pensar que una cantidad inimaginable de fotones, y de átomos de hidrógeno y oxígeno, hacen que las baldosas, siempre de marcial cemento, se conviertan en una alfombra de delicado cristal.
Abandono la magia de la física, por el momento, y me intruduzco en la conversación que tienen las dos personas de la mesa que hay tras la mía. Son un hombre, y una mujer, lo deduzco por el sonido de sus voces, no puedo verlos, sin girarme hacia ellos, ya que esa acción me delataría, y eliminaría, como oyente gratuíto. Debaten sobre la manera que tuvo un guionista cinematográfico, descerebrado, según él, e inteligente, según ella, de enfocar la guerra civil española, y está claro que no se pondrán de acuerdo nunca. Desisto de aquella causa perdida, abandono el género bélico-sonoro, y me adentro en el puramente visual. Recorro el local con la mirada, voy encontrándome con personas de muchos tamaños, personas de edades diferentes, con ideas diferentes, entornos diferentes, realidades diferentes, y sin embargo, aquí, todos sentados en torno a las mesas, todos son, o somos, diferentemente parecidos.
Mi atención se va, de nuevo, al exterior del café. El ruido largo de un frenazo, seguido por el sonido seco de la chapa accidentada, para terminar con una armonía de cristales, ya rotos, al caer al suelo, me devuelven a la calle mojada. En la vía hay dos coches enfrentados, parece que estuvieran dándose un beso apasionado de reencuentro, pero nada más lejos de la realidad; la única pasión que sale a escena es la de los dos conductores que, con gran profesionalidad, se empeñan, mutuamente, en no dejar en el olvido a ningún pariente cercano del otro. Termino mi café con un último sorbo, enciendo un cigarrillo, saboreo con gusto la primera calada, me lleno con ella, y me levanto para encaminarme hacia la ciudad.
La calle sigue regalando belleza, y decadencia. La calle sigue siendo el teatro donde la eternidad se puede representar de manera efímera, por eso crece con las vidas que, poco a poco, van a morirse en ella. Abro mi paraguas, y en ese preciso instante, me doy cuenta de que lo pierdo.
"Café"
© Pokit in a pocket. chus alonso díaz-toledo.
3 comentarios
pecapié dancineando por pokit in a pocket -
Me ha gustado mucho bambino
Besos
Anónimo -
Eres un gran poeta, Chus, pero eres mucho mejor persona, y esto es decir mucho porque tu poesía es de peso.
Besos escondidos de una admiradora anónima.
Álvaro -
Me gusta mucho la facilidad con la que su narrativa narra, cuando quiere contarnos algo concretamente, es envidiable la facilidad con la que se desprenden de los adornos sus letras. Por cierto, el próximo café lo pago yo.
Un abrazo, y como siempre, mi admiración por sus letras.