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Letras amigas

En la soledad de las olas

-A los pies de Eva-

Yo vengo de un mar a oscuras
parecido a ese que descansa en el lago.
De venir vengo, masa oscura,
alegando indiferencias.
¿Y quién me impide serlas todas?
Desaconsejar las batallas o abrir sus silencios.

Yo vengo de un mar a oscuras,
donde ni siquiera existían las amarras,
ni argollas, ni las algas.
Donde las botellas se amontonaban en los siglos
mientras los genios lloraban de hambre
por la resurrección de la carne
desprendida de sus milagros.

Pero la tierra me busca, y mi sombra
participa.
Y ni siquiera yo me reconozco,
ni en este cuerpo mutilable me adivino...
sin pisadas no pases,
¿Cuántos actos inconciliables?
(cuando el único acto es el amor)

Yo vengo de un mar a oscuras,
de abrir su fondo,
donde no hay espacio
ni estrella alguna.

Pero allí
en su silencio,
conseguí abrir la mano de ese fuego
donde el abismo clava sus puntas
anotando en su luna sus dudas...

¡Dejad siempre que el corazón busque sus preguntas!

Porque tú me transformaste,
en lo que he sido enloquecido;
en el ébano de la noche
y en tu cuerpo que me absorbe.
¡Porque amo, ese cuerpo sin nombre!

* * * * * * *

TENGO, TENGO, TENGO...

Tengo, tengo, tengo...
mis labios en tu boca.

Tengo, tengo, tengo...
la espuma de una rosa.

Tengo, tengo, tengo...
¿Para qué quiero el mar
si ya lo tengo?

* * * * * * *

Antes de amar cierra los ojos,
así no verás tantos cristales
ni universos rotos.

* * * * * * *

Yo tenía un espejo,
donde veía el mundo al revés.
Yo tenía un espejo y una hiel.
Donde me veía el corazón
de izquierda a derecha
de atrás hacia delante,
sin importarme si llevaba sangre
o si llevaba miel
o si llevaba carne entre sus párpados.

Yo tenía un espejo
del color de la sangre.
Hoy, ese color,
me sigue a todas partes.

Donde bebo agua,
veo lágrimas.
Y cuando bebo lágrimas,
veo tu cara en este espejo
sin rostro y sin tiempo.

* * * * * * *

La palabra a oscuras no existe;
existe su realidad,
la negación de la luz,
la omisión de socorro,
la obligación de buscarle un cuerpo
para sacarla adelante
y enterrarla, después,
como ordena la ley.


El tiempo nos devolvió
lo vivido,
lo extraño,
nuestra causa;
lo puramente sencillo,
lo innecesario,
lo divino por respirar juntos
en nuestra arena sin huellas ni playa.

Nos lo devolvió todo,
entero,
sin armas;
sin la roca que muerde a todos los náufragos sin agua.

Así nos lo devolvió el tiempo;
mientras jugábamos
a parar los relojes que nunca creen
en las gotas de nieve blanca.

* * * * *

Detrás de cada mar
hay un grano de mar
que una ola antes fue montaña.

José Medina Mesa (Joseme) “En la Soledad de las Olas”

un nuevo ritual - Nofret -

un nuevo ritual  - Nofret - Ipy ha sido siempre una mujer exitosa. Ha cumplido cuarenta años (un logro muy poco común) y trajo al mundo a catorce hijos. Su cuerpo es fornido, sus partos fueron fáciles. Aún tiene dos hijos con vida (un varón y una mujer) y numerosos nietos. Siempre supo proporcionarse buenos y abundantes alimentos. Nació para triunfar.
Pero, últimamente, sus huesos comenzaron a dolerle y ha perdido agilidad. Los pocos dientes que le quedan le hacen difícil masticar, y ya le da miedo morder algo duro, porque varias veces se le ha quedado un diente clavado en un trozo de carne.
Ipy se ha apegado especialmente a su última hija y disfruta de su compañía; comparten la comida, juntan frutas, cazan liebres, atrapan peces en el río. Nunca se han separado desde que la niña nació, y su vínculo se ha ido fortaleciendo con los años. Si bien otros niños se apartan de sus madres en cuanto pueden valerse por sí mismos, borrando a sus progenitoras de sus memorias, la hija de Ipy encontró en su madre a su mejor compañera.
Pero hoy la jovencita ha amanecido a los gritos; Ipy intenta levantarla del sitio en que se halla tendida, pero la muchacha la rechaza y se convulsiona, retorciéndose. Su madre fija la vista en el vientre enorme de la niña de doce años, ve los espasmos, reconoce esos dolores; pero los gritos la ponen nerviosa y se aleja, buscando algo de calma. Se siente extraña. Toca su propio vientre, ya vacío desde hace algunos años, pero aún recuerda el dolor y lo que viene después.
Al final del día, se acerca a su hija esperando encontrar un bebé, pero no hay nada, y la niña continúa a los alaridos; tampoco acepta la comida que su madre le ofrece.
Dos días han pasado y, cada vez, Ipy comprende menos por qué no aparece el niño.
Al amanecer del tercer día, halla a su hija adormecida; por suerte, ya casi no se queja, pero no hay ningún bebé. ¿Dónde está? La madre se acerca a cada rato y, a medida que pasan las horas, su confusión aumenta, mientras la energía de su hija disminuye.
Finalmente, la halla profundamente dormida, con un niño entre sus piernas, aún atado a ella y rodeados por un charco de sangre. Ipy intenta cortar el cordón con los dientes, pero ya no tienen suficiente filo, así que usa una piedra cortante; luego coloca al bebé sobre el pecho de su hija, los arropa con el abrigo de piel de la niña y se va a dormir.
Al día siguiente, el llanto del niño retumba estridente. Pero algo extraño le sucede a la muchacha. Su madre la toca: está rígida como un trozo de madera. Se sobresalta, se queda mirándola por largo rato; siente algo horrible, aunque no sabe qué es.
Ipy toma al niño entre sus brazos, como tantas veces lo ha hecho con sus hijos, y lo acerca a su cuerpo, pero sus pechos ya estériles no pueden alimentarlo. Igualmente, continúa ofreciéndole su seno. El pequeño succiona con fruición hasta que, en vez de leche, brota sangre. El dolor la hace apartar a su nieto, pero continúa cargándolo sin saber qué hacer, mientras los llantos se hacen cada vez más fuertes.
Los restos de su hija han comenzado a oler. Tres hombres, el hijo de Ipy entre ellos, arrastran el cuerpo de la niña lejos del lugar. Ipy los sigue, llevando a su nieto entre sus brazos. Cavan un foso poco profundo y colocan en él el cuerpo hinchado, pero, antes de que alcancen a cubrirlo, Ipy toma una fruta de su bolsa de cuero y la coloca junto al cadáver, cerca de la boca. Los hombres la miran sin comprender, y terminan su trabajo.
El llanto del niño ha comenzado a debilitarse y su abuela se duerme junto a él. Al despertar, el niño ya no llora. Tampoco respira. Ipy lo carga y se adentra en el bosque, donde cava un pequeño foso y lo entierra, envuelto en el abrigo de su hija. Su hijo, curioso, la ha seguido y observa extrañado esta costumbre de su madre de colocar cosas útiles en los fosos de los muertos.
Ipy se siente enferma, aunque no le duele nada. Ya se ha sentido así antes, pero esta vez es peor. No sabe qué hacer consigo misma; va a buscar frutas, como solía hacer con su hija, pero el malestar aumenta. No se come el único fruto que encuentra, no tiene hambre. Se sienta en una piedra y se queda inmóvil, mirando al vacío.
Su hijo se sienta junto a ella, con un trozo de carne entre las manos; se lo muestra y la toma por la cadera, colocándose detrás de ella, como siempre ha hecho desde que dejó de ser un niño. Ipy se aleja. Su hijo insiste. Furiosa, lo rechaza con una contundente patada, no quiere aparearse ahora, no quiere nada. Su hijo le devuelve el golpe y se aleja a los gritos, llevándose la carne.
La temporada de frutas acaba de terminar, las liebres y los peces ya son demasiado rápidos para ella y su hijo no ha vuelto a acercársele para ofrecerle carne. La falta de alimento ha comenzado a consumirla, y la pérdida de fuerzas le hace cada vez más difícil conseguir sustento, sumiéndola en un círculo vicioso que, lentamente, va apagando su vida.
Desesperada por el hambre, un día quiere tomar un trozo de un animal que ha cazado un joven. La presa es grande y hay de sobra para él, su mujer de turno y ella. Ipy se acerca sigilosa a la pareja, tratando de pasar desapercibida. Arranca un pequeño trozo de carne e intenta correr, pero sus piernas ya no son lo bastante veloces y, antes de que logre alejarse, el muchacho le propina un fuerte golpe de puño en la cara y le quita el bocado. Él no lo sabe, pero acaba de golpear a su abuela. Dolorida y exhausta, Ipy se aleja de su nieto mayor, a quien ella tampoco reconoce, y se acurruca en un rincón apartada de los demás.
Allí pasa varios días, dormitando casi todo el tiempo, mientras su larga y productiva existencia va llegando a su fin. Una mañana, el olor de su cuerpo alerta al grupo. Su hijo y otros dos hombres arrastran el cadáver al bosque, hacen un pozo y lo colocan dentro. El hijo, en un impulso que no acaba de comprender, pone un hueso con carne junto a los restos de su madre. Los otros lo observan intrigados, y graban en sus memorias el nuevo y extraño ritual.
Terminado el entierro, los hombres comparten el producto de la caza del día anterior: una suculenta pierna de mamut.

© Nofret “Un nuevo ritual”

Muchas gracias por regalarme estas letras, Nofret, sos la mejor, Momia argentina.
Un beso
pokito/chus