cuerdas
En el límite de uno de sus desvaríos provocados por la mezcla de alcohol y drogas, creyó ver lo que se esconde en los universos que desechamos con el simple acto de la elección; ante dos puertas, al entrar por una, estamos exiliando el universo que se abre a la otra, repetía siempre, y siempre con el énfasis del loco que roza la cordura.
Era una persona que no llevaba puesto el traje de su talla, le venían grandes los tiempos que vivía, grande el suelo que pisaba, pero pequeño el aire que requerían sus vuelos de vuelta e ida. Personalizaba el desdén por lo cotidianamente diario, y no era por religión, ni tan siquiera por vecindad, era por motivos íntimos que no dejaba a la vista de los demás.
Sus trabajos eran los trabajos que se evitan hasta en los tiempos en los que el paro encharca el suelo, más duro aún, del primer mundo que se cree la falacia de ser primer mundo. Había trabajado como taxista nocturno, cuando el toque de queda se imponía a partir de las seis de la tarde, y nadie podía salir de sus casas hasta la mañana siguiente. Fue vendedor ambulante de planes de futuro incierto, principalmente para quién los compraba, y hasta trabajó como marido, y digo bien cuando digo marido. Se casó con una mujer africana para facilitar su ciudadanía europea, aunque de aquel amor sólo nacieron seis mil euros como pago al amor que se ama por el nacionalismo sin banderas. En una borrachera memorable decidió, ante testigos igual de borrachos, abandonar la idea de trabajar por dinero, quería trabajar por afición a la ética del trabajo en sí. Para ello se preparó en los escabrosos gimnasios de los suburbios del bulbo raquídeo, en el plano inconsciente del ánimo por hacer las cosas bien, y comenzó a hablar en un correctísimo alemán. Pasaron los días, y no encontró razón para aquella búsqueda bizantina, y desistió.
Tuvo años en los que decidió enamorarse de la fatalidad, y esa fatalidad se llamaba, en un salto mortal más de los sublime, Esperanza.
Era una paradoja que una mujer que podría ser declarada como zona catastrófica, se llamase así, Esperanza. Con ella de mujer, y sin ella como fondo de todo, conoció que el amor más amante es el que permite mirar hacia otro lado cuando el dolor duele sólo con mirarlo. Los hospitales, las comisarías, las oficinas de personas con objetos perdidos, eran lugares de peregrinación casi diaria en una religión que veneraba el suicidio de la razón. El idilio terminó dormido, eternamente arropado bajo una sobredosis de necesidad por poder soñar antes de morir. Estaba claro que no eran buenos tiempos para la lírica de los tiempos...
Tras Esperanza, por fuerza, llego el abandono por todo, y de todo lo que no era el alimento que proporcionaba el hambre a la vida. Sus días se fueron acortando, como si sus mañanas fuesen más invierno, y encontró en los bolsillos de la memoria las pelusas de los momentos que dejó por vivir en la imposibilidad del ayer.
Ahora se empeña en soñar que un día conoció los besos que creyó suyos...
© pokit in a pocket 2004. cuerdas
Era una persona que no llevaba puesto el traje de su talla, le venían grandes los tiempos que vivía, grande el suelo que pisaba, pero pequeño el aire que requerían sus vuelos de vuelta e ida. Personalizaba el desdén por lo cotidianamente diario, y no era por religión, ni tan siquiera por vecindad, era por motivos íntimos que no dejaba a la vista de los demás.
Sus trabajos eran los trabajos que se evitan hasta en los tiempos en los que el paro encharca el suelo, más duro aún, del primer mundo que se cree la falacia de ser primer mundo. Había trabajado como taxista nocturno, cuando el toque de queda se imponía a partir de las seis de la tarde, y nadie podía salir de sus casas hasta la mañana siguiente. Fue vendedor ambulante de planes de futuro incierto, principalmente para quién los compraba, y hasta trabajó como marido, y digo bien cuando digo marido. Se casó con una mujer africana para facilitar su ciudadanía europea, aunque de aquel amor sólo nacieron seis mil euros como pago al amor que se ama por el nacionalismo sin banderas. En una borrachera memorable decidió, ante testigos igual de borrachos, abandonar la idea de trabajar por dinero, quería trabajar por afición a la ética del trabajo en sí. Para ello se preparó en los escabrosos gimnasios de los suburbios del bulbo raquídeo, en el plano inconsciente del ánimo por hacer las cosas bien, y comenzó a hablar en un correctísimo alemán. Pasaron los días, y no encontró razón para aquella búsqueda bizantina, y desistió.
Tuvo años en los que decidió enamorarse de la fatalidad, y esa fatalidad se llamaba, en un salto mortal más de los sublime, Esperanza.
Era una paradoja que una mujer que podría ser declarada como zona catastrófica, se llamase así, Esperanza. Con ella de mujer, y sin ella como fondo de todo, conoció que el amor más amante es el que permite mirar hacia otro lado cuando el dolor duele sólo con mirarlo. Los hospitales, las comisarías, las oficinas de personas con objetos perdidos, eran lugares de peregrinación casi diaria en una religión que veneraba el suicidio de la razón. El idilio terminó dormido, eternamente arropado bajo una sobredosis de necesidad por poder soñar antes de morir. Estaba claro que no eran buenos tiempos para la lírica de los tiempos...
Tras Esperanza, por fuerza, llego el abandono por todo, y de todo lo que no era el alimento que proporcionaba el hambre a la vida. Sus días se fueron acortando, como si sus mañanas fuesen más invierno, y encontró en los bolsillos de la memoria las pelusas de los momentos que dejó por vivir en la imposibilidad del ayer.
Ahora se empeña en soñar que un día conoció los besos que creyó suyos...
© pokit in a pocket 2004. cuerdas
2 comentarios
chus -
salud
Belle -
Gracias.