Dame una calle que suba hasta el barrio donde juegan los ojos que se buscan, o una hora que no se gaste en el tiempo, después de que ahora sea el recuerdo de ayer.
Dame el sabor que fabrica la noche cuando susurra las formas que te forman, o las palabras que debe decir el aire, para que no hagan falta más letras que las que nombran el nombre de la piel.
Dame un domingo que no caiga en lunes, y la cama de un martes de gloria en las vísperas de tus caderas, y los meses serán años de dos días, para que no se puedan volver a olvidar en las arrugas de un número colgado a la pared.
Dame el pan de tu pecho, el mar tu boca, deja que naufrague en las playas sin arena que son el borde de tus costas, o que sea la guerra en la paz de tu vientre, y dejarán de ser noches los días, y días sin noche, las noches en vela.
Alguna vez quise ser calle de feria, o aire que vuela en una verbena de barrio.
Me hubiera gustado ser la siesta que calla agosto más allá de la puerta, la que se despierta fresca con olor a tierra mojada, la que renace al final de dos caricias opuestas.
Soñé con ser el campeón del mundo en tu cuerpo, o el barco pirata por el que te dejaste atracar, quise convertirme en limo y arena, dulce de blanca, para sedimentarme en tu piel, para ser aborigen en el delta que te triangula los suspiros, el que ondea tus ríos secretos hasta las olas rizadas del mar.
No puedo negar el sabor del fracaso entre los labios, no me puedo zurcir como si fuese un trapo roto para volverme traje, no me queda tiempo para intentar tejerme otra vez, pero si quiero que alguna mañana el sol te lleve a un recuerdo, y que tu sonrisa tiemble, y que tus ojos brillen, y que tus poros despierten, y también, por qué no, que tu alma llore algún arrepentimiento.
Creo que el tiempo quiere vengarse de mí, me araña más hondo, y brota más sangre con cada zarpazo, con cada minuto, con cada segundo, en cada gota.
No pienso desatarme las botas que gasté, apenas quedan unos metros más allá de sus punteras, y es posible que los agujeros de sus suelas sean la única manera que me quede para escapar de esta patraña, porque este cuero ajado no abandona al cuarteado, ni las letras dejarán de sonar a pan de leña, y a nieve que aliña la tierra verde con el color de la sal.
Ahora miro los libros, están descansando sobre la mesa, se saben observados y se quedan quietos, mudos aunque tengan las páginas abiertas, porque son un montón de historias cansadas de que las cuenten, hartas de que las desnuden con las yemas de los dedos, para olvidarlas después como al paraguas de la puta, apoyado junto a la penumbra alcohólica de la barra de un bar.
Me asusta no conocerte, pero me agrieta saber que te conozco muy bien, puede que por eso no me atreva a decirte, o que no me atreva a querer escucharte, sobre todo, cuando te pones a hablarme en alemán.
En las noches, cuando la Luna es la soprano de la ópera que ejecutan las luces del cielo, una Gata de noche, hecha con las historias que no duermieron, sale a reinar en el país de los tejados, y me hace cosquillas cuando, en silencio, comienza a caminar.
El mundo se hace una alfombra de edificios durmientes, y en él, la Gata nocturna, se asoma a la ventana desde la que todo se ve, y me mira y remira, universal, y con sus patas escribe pisadas sin letras que se leen bajo el farol del silencio, y mueve el hocico, y se lame los bigotes, y se tuerce la Luna en la altura, para poderla mirar.
No importa que en el suelo nazcan las flores del tedio, ni que se invente una nueva vacuna contra la felicidad, porque en esas noches, en mis noches sin tiempo, la Gata me dicta las palabras exactas que caben en la mirada, las que duermen junto al viento que sopla con sabor a mar.
No queda sitio para el bote de las palabras, la estantería está llena de manos pintadas con rotuladores de colores delebles, manos incapaces de sujetar un simple monosílabo sin que caiga al piso, y se convierta en una lastimosa conferencia dispersa, y contundentemente terrenal.
La cocina de los libros está hecha un desastre, por el suelo se esparcen muchas piedras, piedras de colores a rayas, algunas son intenciones en miniatura de cebras, o de tigres, otras llevan el pijama puesto, pero hay una que me llama la atención en especial, una que intenta escapar cuando se abre la puerta, tiene rayas blancas y negras, arrastra una bola de pimienta atada a una cadena, y se apellida como la isla de Alcatraz.
En la mesa de los versos se manifiestan milones dobles de diéresis exigiendo que le pongan una tapa a la letra "u", proclaman la unidad para no ser vencidas, amenazan con agruparse para formar una línea de acción dura, e irreductible, pero luego callan su jaleo porque saben que no pueden dejar muda a la curvada "u".
También el tintero quiere protagonismo, aún más, y lleva a cabo una huelga de despecho, y de celo, el tintero odia a la pluma, cuando ésta se va a contarle frases al folio, y se ha precintado transparentemente, con papel adherente, a lo largo de su redonda boca.
La poesía es una revolución sobre el tablero caótico de una partida de ajedrez submarina, los peces riman con los moluscos, las sirenas con las luces de ambulancia, y hay un réquiem endecasílabo que nadie sabe de quién es.
Sobrevivo en la esquina del desierto porque me hice cactus, me alimento del pasado que almaceno en mis adentros, necesaria humedad para que el seco no me quiebre, para que no se resquebraje la carne que me mantiene frente al sol eterno, y me consumo bebiendo sorbos sin derecho a quitarme la sed.
Soy una paradoja disidente del agua, un insignificante color verde perdido entre el blanco amarillento de la arena, y el azul infinito que proclama el cielo, por eso del dolor me nace roja la vida como si fuese una queja en la sangre, riega los abortos de las semillas con sus gritos, y me crecen púas en las heridas de cada viejo momento, agujas que intentan pinchar el viento por si llevase algún pedazo de ti.
Me reconozco oscuro en cada grano de la sombra que imita mi forma, reconozco mis brazos en alto, sobre los diminutos cristales que juntos se llaman arena, deben ser miles de millones, o más, por eso me retienen en el fuego de este mar hecho con olas secas, por eso en las noches se ríen crujiendo sus dientes desde el frío que juega al escondite con la soledad.
Callada, te asomas por encima del papel en el que dejo un puñado de versos, no eres consciente de la función que representas en el teatro de este cuarto, del que soy el más privilegiado espectador, lo sé porque tus ojos se pierden en la tarea que te ocupa al otro lado de la mesa, tu bolígrafo con lunares es un juego compartido por los dedos de una mano, y tus labios, mientras con la otra doblas, levemente, la esquinas de las respuestas que intentan no preguntarse en septiembre.
Mis versos ahora se desentienden del poema, sus letras quieren crecer hasta ser mayúsculas, intentan ponerse de puntillas para llegarte mejor, hacen apuestas sobre cuál sera el momento de tu boca, y el té, que te dejé junto al tintero naranja donde pescamos las frases de los días de fiesta, y también se pelean para poner tu nombre a lo largo de las paredes del pasillo, o se callan, cuando te busco la mano para contarte el silencio de la mía, para escribirte una carta con el tacto que no hace ruido fuera de la habitación.
Se me derriten las habitaciones cuando alimento mis venas, las cuatro paredes se licúan, igual que hace el humo del agua que practica la fe del vapor frío, y sudan mil gritos silenciosos, abombados, que se deslizan como serpientes de rutas indecisas, hacia los techos de los charcos que descansan la calma a mi lado.
Busco una disculpa nueva para galopar más allá de la vallas, encuentro sonrisas sin risas llorando en los rostros de los niños muertos, y el aire se deja en un quejido, y el viento siente cómo me siento, y callo para que me escuchen las palabras hechas de los deshechos.
Crecen flores con espinas sobre la mesilla donde dejo la noche, las riego con el caldo de la lentitud de cada momento, y me suspendo en los instantes de un minuto sin segundos, y me detengo en el espacio de tiempo, y vuelvo a ensartarme con los sueños prohibidos que derriten los cuartos donde, a menudo, se habla de ellos.
Dejarán que el resto de las complicaciones sean para cuando sea más tarde, ahora se centrarán en esa torre de babel que acogen dentro de su piel, a diario, y se encontrarán por los lugares del cuerpo donde las reclama el vacío del alma, y se buscarán en una brizna de otoño, o por las hojas que guardaron en una caja, junto a las dudas que les dicta la tarde en el pensamiento del cuarto de estar.
Mirarán a la calle desde la parte seca de la lluvia, la verán borrosa, como un llanto de nubes que tiembla sus lágrimas al otro lado del cristal, y tocarán el tiempo, de hace tanto tiempo, como si jamás se hubiesen ido de allí, y cerrarán las manos para apretarlo, para sentir la parte caliente de su tacto, para recordar que hubo vida una vez más tarde de las diez, y volverán a la pared de un reloj, y a las mesas sin sabor de las cenas repetidas.
Y si fuese cierta la verdad de la letra, si pudiera hacer todo lo que escribe sin quedarse atrapada en un papel, sería perfecta contra la racionalidad que enmudece a la franqueza de la piel, cuando habla con el idioma del pecho.
Si fuera posible que, con decirse, se pudiese hacer, o deshacer, como sucede en la sociedad soluble de la acuarela, y el agua, la boca sería un método infalible, para llegarnos hasta los labios.
Si es todo esto para podernos ser, si esto es todo para poder sernos, seremos una y otra vez, durante todo lo que dure el tiempo del tiempo.
Sólo te conozco maquillada de plata con luz de luna, te sé rizando los cabellos negros en un peine con púas de viento, y estás vestida, clandestinamente, por las horas que se trafican en las noches del sueño, y me susurras la música de dos canciones de cuna, una a una, por las calles donde los portales sin número no tienen llaves para cerrarse.
Te nombra la paz bajo tus guerras, aunque te digas con la voz de las olas, o aunque te cubras, mojada, con el acento del mar contra las rocas, porque suenas a escondidas como los ríos subterráneos en calma, y te pintas como un billete de ida, y a veces, eres calderilla en las vueltas, o la verdad de una sonrisa incierta que juega al póker contra las cartas.
Estás en el motivo del derribo de la mitad de mis murallas, me alborotas el orden, y las estructuras, con el impacto de los deseos que comen en el rojo de las bocas, y te veo asequiblemente inaccesible, y te muestras inaccesible por un momento, y se nos pierde el mundo entre las caderas, cuando nos respiramos al mismo tiempo.
Me exilio a la metamorfosis de la calle donde vive el otoño, y miro al cielo, contemplo el milagro volador de las nubes de plomo, y amenazan con golpes de agua, y empujones de viento, aunque no los terminen de pegar. Camino a favor del aire, no llevo impreso el destino de un billete en la cabeza, avanzo a favor de la voz de la humedad, y me envuelvo en el olor de la reivindicación, de la tierra mojada, que no se permitó el lujo de ser un jardín para las plantas que crecen con los tallos de cristal, y las ramas de acero, en el reino que da cobijo a los ramos de flores de los edificios. Descanso unos minutos frente la elegancia de la luz gris, que galantea con los primeros brillos de cobre, y de oro, que se pasean por el parque de El Retiro, tienen los matices del tiempo, y los acentos del barbecho viejo de trigo, y aunque quedan algunos tragos de verde dentro de las copas de los árboles, son pocos, e incapaces de vestir el tapiz de Madriz con el protagonismo de las puntadas de la clorofila. Ahora son los rojizos de teja, y los ocres pajizos, los que se proclaman en el discurso de las alturas que se oyen desde el suelo, y la arena así lo asume, cuando recibe el vuelo de las hojas en las que se escriben las palabras de los suicidios de los colores.
Me costará corregir el trazo en el papel, la tinta se hará dura, como si fuese alambre, y se rebelará desde el principio del molde, en el inicio de la idea, y en el final del pasillo donde merodea el corazón.
Tengo la rara sensación de escribir caminos de atardeceres rojos, aunque el paso sea negro, es como si dijese a medias con los dedos de la mano, y se callaran en el pecho las frases de labios huérfanos, las que permanecerán flotando en el limbo inquieto, donde tiemblan de frío las dudas.
Noto cómo me invade el ánimo que anima a la huelga, percibo la reivindicación de su sabor en el cielo del paladar, y trago a conciencia la saliva para que el paro sea total en las labores de mi cuerpo, y cierro las cerraduras que se abrieron en falso, con la complicidad de un calendario que siempre prometió algo más.
He ido dejando atrás los restos cotidianos de un reloj desacompasado de cuerda, el vértigo que asoma en el abismo ha dejado de ser una imagen temblorosa, ahora contiene la calma que buscó un sitio en mis venas, creo que podría ser una balada perfecta para una banda de rock. Me escuece la piel por dentro, cada latido del corazón es un impulso que suena a ira, toda esta necesaria necesidad, que se manifiesta en silencio, me derrota cuando agota su voz, y escucho con claridad la agonía del sonido de mi nombre, y entonces dejo que la lluvia moje los dedos del pie que escribieron sobre los pasos que anda el amor. Duermo sobre el polvo de un cuento de amapolas con acento de oriente, poco a poco se pierde la severidad del entorno en sus bordes, poco a poco se diluye la acuarela que tiene el color de las fechas, y comienza a sonar Manhattan a la vez que me fundo a negro, y escucho con detenimiento que ya pude dejar de escuchar.
Cuéntame la historia de los árboles nuevos, el cuento que nos escribió un otoño delirante lleno de hojas sin sombra, y me anillaré a él, como lo hace el tiempo esférico que circula a través de la madera. Toma sitio en el lugar donde suelen soñar mis sueños, conviértete en la excepción cotidiana de una vida que no sabía cómo vivir, y con la luz de la mañana te llevaré el sabor de los labios que besaron a la luna del desierto, una sonrisa temprana, y el calor que suena en las hogueras, a cielo abierto, por el sendero del invierno. No conozco ningún mar que no termine firmando con espuma el papel de arena, y no me interesan los días fuera de tus semanas, ni los vasos que no bebes, ni los pasos que te alejan, ni las rutas de mañana que saben al sabor de cuando ya no estás.
Se detuvo frente a la puerta de la razón, llamó con los nudillos de su mano izquierda, pero no encontró respuesta. Insistió un par de veces más, y la callada fue lo único que obtuvo como pago. Miró a su alrededor, vio un mundo dislocado a la altura del sur, aunque con una cabeza impecablemente peinada en el norte. Presenció el cruel despropósito que permitía la libre circulación de mercancías por el mundo, mientras se le negaba el mismo derecho a la voz de miles de millones de bocas hambrientas. - Es posible que no saliese todo como se pensó-, se dijo para sí mismo, - puede que alguien apretara mal una de las tuercas del sistema de ventilación mundial, y se pudrieron las ideas luminosas, con el consiguiente calentamiento del ánimo global- concluyó, de nuevo, solamente para él. Suspiró, y encaminó sus pasos ingrávidos hacia las alturas, mientras una banda compuesta por trescientos mil millones de querubines trompeteros interpretaban, en play back, el himno nacional de la patria celestial. Abajo, en la Tierra, un ateo sintió una caricia interior llenándole de algo que bien podría ser satisfacción.
Un sistema binario estelar, dos astros circunvalándose continuamente, gravemente atraídos desde la distancia, y cruelmente rechazados por la cercanía. La dualidad eterna del nosotros: el principio de todo lo que es, y su antagónico, con el final de todo lo que sería ante la agonía. Eran así, como dos estrellas que se cortejan durante el baile circular del tiempo, dos proyectos elípticos de exactitud crepuscular que combinaban el orden atómico, con el caos subatómico, dentro de una tetera con tapa de sombrero de Sinatra, que nunca dejaba de silbar Stranger in the Night. Les gustaba escuchar el sonido negro que procedía de Nueva Orleáns, mientras se entretenían en buscar la ubicación exacta de los cuadros de una manta de otoño, que se adivinaba como el aula magna del mestizaje entre las letras, y la piel, bajo el cielo de un reino llamado París. Tomaban sorbos de la noche en vasos sin fondo, frecuentaban los lugares en los que los artistas quedaban ignorados en una esquina del mundo, pegados a un taburete de chicle, junto a una guitarra en huelga, y un público dispuesto para una explosión infinitesimal. Así se descosían del tiempo, y de lo lejano, así podían inventar la manera de crear las curvas de inercia opuesta, curvas en las que salían disparados hacia adentro, hacia el lugar en el que los dos se transformaban en un sólo discurso, abrazando las ideas de una sola intención.
No es difícil recordar el modo lejano de tus formas, caminando lentamente, mientras te acercabas desde ninguna parte. En la distancia eras una silueta que pisaba el mundo a contraluz, para ello te respaldabas en los excesos de los carteles luminosos de la calle, en una calle de excesos, caminando con la dejadez de quien no tiene un especial interés por conocer el destino al que llegará. Te miraba, imposible no hacerlo, eras una excepción ambulante, con una mezcla vertiginosa entre la relatividad, y la sobredosis, que te permitía perdonar la vida a cada baldosa que se ponía bajo tus pies. Mi día había transcurrido, como siempre, por el alambre que cuelga sobre las cabezas estables de la razón, y no dejaba de ser una paradoja aquello, que yo vivía en necesario, y vital, equilibrio, y ellos no. No había sido una jornada beneficiosa, si nos ajustamos a lo comercial, tampoco había sido un día fructífero, pero sólo si nos ajustamos a lo espiritual, y en el terreno personal nada nuevo que no me llegase vestido de tragedia. Aquel drama se había instalado en mi currículo vital, y por algún motivo, tu presencia inesperada me hizo pensar en que podía estar ante un golpe de suerte, y no de los habitualmente me dejaban magullado hasta el alma. La proximidad hizo que tu silueta se fuese convirtiendo en presencia, por primera vez observé tus ojos, su mirada se escondía bajo la postura, levemente agachada, de tu cabeza, eran ojos de gata de noche, ojos vivos de tres miradas por segundo, que aparecían, y desaparecían, como si tuviesen miedo a ver algo que les impidiese seguir caminando. Dejaste escapar un reto con una sonrisa cargada de veneno, y en fin sería el día, o la noche, o tal vez fueron tus ojos iluminados de oscuridad, el caso es que comencé a perseguir el rastro que me ibas dictando, un rastro que se borraba, como la ciudad, con cada metro que dejábamos atrás. Llegamos hasta la barra de un bar lleno de esquinas, la guitarra de Django Reinhard mostraba la razón por la que el gitano había sido el primer músico europeo en obtener el respeto de los músicos afro-americanos de jazz. Las notas de;Exactly like you, reinaban en la atmósfera cargada de aquella reserva espiritual de lo canalla. El belga, de sangre trashumante, empapaba el aire con seis cuerdas mágicas, que en sus dedos parecían ser mucho más que seis cuerdas de una guitarra. Te acercaste al camarero, os saludasteis con desgana, era evidente que os conocíais. Él puso unas llaves sobre la barra, que tu recogiste, antes de girarte hacia mí, y acercarte con aires de desgarradores de fatalidad. Nos dirigimos hacia la calle, en ella, comenzamos a caminar, rodeamos el edificio, y entramos a un portal de paredes descascarilladas, con un fuerte olor a viejo, y a humedad. Tras subir tres pisos, por unas escaleras de madera, que se quejaban a cada paso, y en cada escalón, llegamos hasta una habitación casi vacía; una cama, dos sillas, y un armario sin puertas, nos dieron la bienvenida en silencio. Sin la necesidad de las palabras, me contaste, y yo te escuché. Sin la necesidad de las palabras, tu boca se acercó a la mía, sin llegar a tocarse, separadas por milímetros, nuestras respiraciones jugaron con las cosquillas de los labios del otro. Sonreímos acidez, cargada de veneno, y sin poder mantener en esa distancia, la rompimos para mordernos las ganas, mientras las ganas nos robaban las ropas, con la torpeza que le da la prisa a las manos aceleradas. En el suelo, una navaja, y un revólver, se prometíann la paz, en medio de la guerra de las guerrillas, la paz que ya era una lucha cuerpo a cuerpo, y gesto a gesto. Tu lengua tomó la palabra, se paseó por mi rostro, obscenamente húmeda, y descaradamente fuera de la boca El sol fue una puñalada a traición, recuerdo que tu presencia se convirtió en una figura con forma de adiós, caminando a contraluz, con el amanecer respaldando la silueta, eras la hermosura de la tragedia que nace en una calle, de noche, peleándole el brillo, sin quererlo, a la luz de neón.